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Elegía a la muerte del viejo roble

A la memoria de Antonio Castro Voces, vecino y amigo, en el día de su muerte

Antonio Castro Voces./ Foto: Carlos G. Hervella.

 

Pregonero de voces y pájaros cantores,
torre fecunda de elocuentes bronces,
velero anclado de literarios lienzos,
vivía el viejo roble al borde del arroyo
festejando el verdor de la pradera.
Recio y fornido,
su tronco, más que leño,
era pilar naciendo de la tierra
y apuntalando el azul del cielo.
Era en mitad del valle
ejemplar único en su especie:
se mantenía erecto,
imbatido, afrontando día a día
su lucha abierta contra los elementos.
El agua, el aire, el fuego,
en dura competencia,
aunaron contra él todas sus fuerzas
intentando abatir al viejo roble,
pero él seguía en pie,
terco y desafiante,
erguido y majestuoso,
como un invicto rey.
Tan sólo la tormenta,
precursora de todas las catástrofes,
no se prestó a aplacar sus malas artes
y conjuró el azar para su causa.
¡Desdichado consorcio!
Esperó a que la noche interminable
-alcahueta del miedo y de la intriga-
propagara su sombra encubridora
por las rutas secretas de los hombres.
Presa de mal augurio,
enarboló su trágico estandarte
y echó a rodar el carro de los duelos.
Cuando se hizo el silencio más profundo,
abrió el carcaj de todos sus rencores
y comenzó a lanzarle al viejo roble
dardos de metal ardiendo,
látigos de alambre en ascuas,
duros golpes de mortíferos mandobles.
En la lucha brutal del cuerpo a cuerpo,
nada podían contra él.
De pronto, cuando asedio tan violento
parecía haber llegado a su final,
un rayo muy certero,
un cuchillo de pedernal durísimo,
agudo como el hacha de la tala,
resplandeció en el aire
e hirió de muerte al viejo roble,
que rindió sobre la hierba verde
su copa majestuosa
con un abatimiento de cadáver.
La tragedia había sido consumada.
El eco del derrumbe,
como el bramido de la bestia herida,
expandió por el bosque el dolor de la catástrofe
y enmudeció el rumor del arroyo en su cauce,
interrumpió el arrullo de la torcaz en celo,
y hasta la voz del hombre olvidó la palabra.
Ahora el viejo roble yace inerte,
largo y tendido sobre la tierra fría
con la raíz al aire,
confirmando su pleno desarraigo.
Al rayo y la tragedia les sucedió el silencio
sobre la tierra campa.
Sólo la luz y la memoria ocupan
el espacio vacío,
que dejó el viejo roble al borde del arroyo.

José Núñez López
Madrid, 17 de enero 2024

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